Dos tardes de invierno confinados en casa separadas por varias décadas y un virus
Ramona y Lupe estaban adormiladas junto a las trébedes. Fermín, con una colilla en los labios, fumaba frente a la ventana. No veía nada. Era una tarde de domingo. De domingo de invierno. Llovía suave, poco más que orbayu, pero la niebla tapaba la misma visión de las nubes. Apenas había luz fuera y dentro aún quedaban los rescoldos de la lumbre con la que habían hervido la achicoria para hacer “el café”. Solo se oía, de vez en cuando, el ladrido del perro, el “Trébol”, o el mugido de “Valdana”, la vaca tudanca, inquieta al acercarse la hora de mecerla. Las gallinas, el gallo, los miruellos y los gorriones ya dormirían ante la oscuridad que empezaba a cubrir el barrio. El gato, agachado en el alféizar del ventanal, abrió los ojos, se lamió una pata y, cerrando los ojos otra vez, se volvió a sumir en su cotidiano letargo vespertino. Así transcurría la tarde de domingo, de cada domingo de invierno.
¡Algo parecido a lo que ocurría el domingo pasado en Lodo, la aldea que ahora tiene unos cien habitantes más que hace setenta años! Es invierno, orbaya, la niebla baja del monte y casi ya no hay luz. Solamente una lámpara de mesa ilumina la estancia. Covadonga y Vanessa dormitan en el sofá. Una, ojeando una revista pasada, y la otra, mirando el smartphone sin pestañear. Santiago mira al infinito delante de la ventana. Apenas se oye nada, pasar las hojas de la revista, el sonido de un wasap. Quizás el ruido del llavero que el hombre mueve dentro del bolsillo del pantalón. Ni el gato se despierta, la vaca muge, el perro ladra, las gallinas cloquean. No están. Nada, ni pasan pájaros, ni coches, patinetes o motocicletas. El televisor está apagado, la radio también, no se oye un alma. No se mueve prácticamente nadie. Está cerrado el mundo.
Dos jornadas separadas por unas cuantas décadas, con grandes diferencias tecnológicas, unos abismales avances en todos los terrenos y en todos los sentidos. Pero dos jornadas casi semejantes. Confinados por un miserable virus, microscópico y prácticamente invisible, que si lo dejas caer se mata pero que “nos trae por la calle de la amargura”. No puedes salir, no apetece hacer nada. No enciendes la televisión porque casi únicamente habla del maldito bicho. Como no hay partidos, ocurre lo mismo con la radio. Por el teléfono solo te llegan wasaps de memes u ocurrencias sobre la epidemia. Y solo es el primer día del encierro. Apenas hay unos cuantos inconformes con lo que ocurre. Desaprensivos o rebeldes, según versiones.
Hemos vuelto al aburrido llar. Algunos han recurrido a la literatura o al cine para recordar la situación como relatada ya, hace siglos, en nuestras latitudes. Cómo no, de la Italia que nos precede en el problema. Hablan de Giovanni Boccaccio y su “Decamerón”, allá por 1348, y el encierro de unos jóvenes en “Villa Palmieri”, en la colina florentina de Fiesole. Pero en estos días nuestros falta hasta el erotismo de aquellos medievales cuentos.
Publicado el martes 17 de marzo de 2020 en LA NUEVA ESPAÑA
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